
Desde que mi párvulo cerebro empezó a forjar su imagen como reconocible ha sido un viejo afable, de voz cálida y bien pulido acento maño. De gran fortaleza física y ojos grises, de mirada brillante y párpados agrietados... de amor incondicional para sus nietos y puñetazo en la mesa para con los demás. De cabeza despejada e ideas claras. Fumador indómito y buen historiador de sus historias, recuerdo escucharle de crío, siempre obnubilado y atento al humo que deshilachaba su pipa de maíz.
Seguramente hoy, como en cada despertar, habrá hecho su gimnasia. lánguido y largo sobre la alfombra que hay junto a su cama, con su “calzón mariano” hasta el tobillo; y torpe, pero con mucha voluntad. Su cuerpo habrá empezado a flexionarse, como crujiendo, mientras lleva la cuenta por lo bajo y sus aparatos para los oídos comienzan a pitar en un ir y venir de agudos atroces. Seguramente se habrá sentado a la mesa con su café y su magdalena y, tras esto, habrá cargado la pipa con “Borkum Reef”, dándole una bocanada soberana y dejando su rostro desdibujado entre la primera nube de humo aromático de cada mañana.
Mi abuelo y su eterna nube. Esa que, desde pequeño, aprendí a seguir con la mirada, pues nunca se sabe cuando será la última historia del Sr. Brabo.