jueves, 8 de septiembre de 2011

Libia, libia...

Aviso a navegantes: el texto tiene unos cuantos días. Lo cuelgo con retraso porque no todo va a ser trabajar en esta vida :P

Tripoli vuelve a la calma. Un hombre bañándose en un dique en ruinas en la costa de la capital libia. MANU BRABO

La carretera que lleva a la frontera de Raj Ajdir no ha cambiado nada desde que aterricé aquí en febrero, menos aún desde que la abandonara (supuestamente escarmentado) el día 19 de mayo. Las mismas líneas de pinos a ambos lados de la carretera, la misma arena, los mismos campos de refugiados que anuncian la dureza de un conflicto que, seis meses después, parece estar llegando a su fin.

Cruzo la frontera lleno de incógnitas. Propias. sí, pero sobretodo ajenas. ¿Còmo es esa Libia libre de la que hablan? ¿Cómo se están organizando, dónde están los leales a Muanmar? Pero, sobre todo, me pregunto por la vida de “Homsa”, de Jaliffa, de Mahmoud, de Jamal… y de otros tantos compañeros de celdas y prisiones que hicieron de mi cautiverio algo más llevadero. O, como diría el Lichi, de La Cabra Mecánica, “más amable, más humano, menos raro”.

El puesto de control fronterizo libio está custodiado por jóvenes shabbab, todos con banderas rebeldes atadas al cuello. Desgastadas armas colgando al hombro y el gesto agrietado tras 6 meses de continuas batallas desde las montañas de Nalut. Son gente dura esta de las alturas libias: jóvenes bereberes curtidos al calor de este árido país. Hombres ya endurecidos a base de insistir en la derrota. Aunque parece que la guerra toca a su fin, son muchos los compañeros y familiares caídos en ese espacio geográfico que separa Nafusa de la costa.

El transporte, como en aquellos días en el frente este, sigue corriendo a cuenta de la revolución. Y aunque voy realmente protegido por un pequeño grupo de rebeldes, no puedo parar de otear el terreno a derecha e izquierda, adelante o atrás en busca de alguna señal que me diga si tengo, o no, que saltar del coche como un gamo, agachar la cabeza o simplemente rezar como alguna otra vez. Yusuff, el conductor de mi transporte, me mira asombrado. “Every thing its allright. This is a safe area”. Sus palabras no me tranquilizan. Solo la entrada en Zwara y las numerosas banderas rebeldes que se ven en los balcones hace descender mi ritmo de Marlboros.

Zwara es la capital bereber de Libia. Aquí también se levantaron en armas el día 17 de febrero. Pero fueron reprimidos con dureza, quizás mas que en otros sitios, pues las tribus amazig son históricamente hostiles al régimen. La ciudad fue liberada días más tarde que Trípòli, pero aquí aún no ha aparecido el gran circo mediático. De hecho, somos el primer grupo de periodistas que decide acampar en esta localidad que pilla lejos de los focos de las cámaras. Unos, por no viajar de noche hasta Trípoli. Yo, porque quiero buscar a Jamal: zwarino, compañero, líder natural de nuestra celda y mi principal protector durante aquellos días a la sombra.

Mi primer objetivo es encontrar el centro de prensa, donde una decena de jóvenes se afana duramente para tener todo listo: ordenadores, impresoras, cables, acreditaciones, diseños, panfletos. “La verdadera revolución empieza a Ahora”, comenta Ayoof, de 23 años, que dejó las armas el mismo día que cayó Zwara para dedicarse a organizar esos pequeños proyectos con los que reconstruirán la sociedad y la cultura Libia.

Interpelo a uno de los jóvenes rebeldes del centro de prensa y le pregunto por Jamal, con nombre y apellidos. “Si vuelves a Libia, ven a Zwara y pregunta por mi. Todo el mundo me conoce allí”, me dijo mi compañero de prisión desde dentro de la celda, mientras yo caminaba por el pasillo de la cárcel, camino ya de la que sería mi último lugar de encierro. No tardan en localizarlo. Al cabo de 10 minutos, una furgoneta Nissan, color verde y con las lunas tiroteadas o volatilizadas, entra en el aparcamiento. Desde la segunda planta del edificio, donde los rebeldes nos han alojado temporalmente, veo descender a Jamal, Kalashnikov en mano y con algún kilo de más. Bajo las escaleras a toda la velocidad que lo permiten mis piernas, salgo al patio y abrazo a ese hombre como si fuera un hermano. Atrás quedan las continuas interrogaciones y las angustias por su vida, por su salud, por todo. Ahora soy libre casi del todo y pienso que, tan solo por esto, merece la pena haberme enfrentado a no se qué miedos que parecían agarrotarme a la hora de volver a este país.

La tarde se pasa volando. Son muchos los cafés, las pastas y los cigarros que fumamos en casa de Jamal. Salvo su mujer e hijas, todos los demás son combatientes. Primos, hermanos, cuñados… los kalashnikov se agolpan en la entrada del salón, junto a los zapatos y, como en aquellos días de Jdeida, todos están sentados sobre la alfombra o de costado apoyando el codo sobre un cojín. Las historias se desgranan poco a poco. Sus viajes a la “makhama” (juzgado), sus 70 días de presidio, la vuelta a casa y el regreso a las armas. También su papel y el de su familia en la liberación de Zwara y la preocupación por un futuro incierto, lejos del rol de prisionero y combatiente, al que ya se ha acostumbrado. Son las dos de la madrugada y la charla toca a su fin. Con las primeras luces agarraremos la ruta a Trípoli. Aún hay compañeros que encontrar y viejas celdas y prisiones que visitar.

Mi llegada al Hotel Corintia, donde se alojan los periodistas es un mar de abrazos. Ricardo, Guillem, Pradilla, Mariajo, Félix y un largo etc de compañeros que me acompañaron en mis días en Benghazi. Pero, sobre todos, James Foley, periodista del Global Post, y compañero de odisea desde que aquel día cabrón cerca de la universidad de Brega. Otro abrazo, el décimo noveno, y otros más que se suceden mientras hablamos de lo humano y lo divino, de nuestras familias –unidas de un modo extraño desde entonces-, de lo bien que sienta pasear por la capital de Libia en libertad y de otros compañeros que, por desgracia, han visto estos 6 meses de guerra tras de los barrotes de una celda. Un pasito menos: el circulo ya casi se cierra.

Esa misma tarde, sin perder más tiempo, salimos los dos en un taxi hacia la prisión de Jdeida. El camino es silencioso y tanto Foley como yo vivimos en silencio todas esas emociones que se acumulan en la boca del estómago. Cruzamos por aquellas calles y avenidas que solíamos recorrer en el transporte de presos hacia el juzgado. Recuerdo los grilletes en los tobillos apretando, el cigarro compartido con el preso al que estaba encadenado y la mente intentando distraerse con aquel paisaje urbano del que ya solo queda el recuerdo. Ahora los escombros, la basura, los coches quemados a lo largo de la ruta y los innumerables check points, hacen este paisaje irreconocible. Tripoli libre, si. Pero a un alto precio. Con esa idea en la cabeza el taxi frena delante de la puerta principal.

Un grupo de shabbab armados y dos “technical” custodian la puerta de la vieja prisión, más hecha polvo que el día que la abandoné. Los agujeros de las balas en los muros, el hollín negro de las celdas incendiadas remarcando el exterior de las ventanas, las pintadas con aerosol en los muros exteriores… todo indica que la liberación no fue fácil. Sigo dándole vueltas a la cabeza mientras Jim le cuenta nuestra historia al responsable civil que hay en la puerta a ver si conseguimos acceder al interior. Nuestra historia no conmueve al hombre que, tras informarnos de que ahora es una cárcel para prisioneros de guerra, nos facilita el teléfono del responsable de prisiones. Parece que nuestra visita tendrá que ser más tarde, cualquier otro día. Quizás cuando venga Clare.

Ahora toca pasar página y volver a trabajar. Que a eso hemos venido.

4 comentarios:

  1. Enhorabuena por el regreso y por los reencuentros. Mi corazón lleva mucho tiempo gritando el título de esta entrada: Libia, libia... y me he emocionado. Suerte y, de nuevo, felicidades.

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  2. ¿Qué recuerdos tuvieron que pasarte por la cabeza, ahí donde pasaste un tiempo sin aire de libertad?. Desde luego valor no te falta Manu, como tampoco esa mirada afilada como podemos ver en las fotografías que nos muestras y los textos que las acompañan.
    Vuelves a la carga en Libia con las baterías cargadas, antes, Honduras, tragando saliva y maldiciendo a Facusé y a toda su raza.
    Cuídate Manu, que de héroes… está el mundo lleno, y los que te apreciamos queremos que siempre vuelvas.

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