miércoles, 14 de septiembre de 2011

las luces de la revolución comienzan a arrojar sus sombras.


Soldados rebeldes libios chequean el estado de sus armas en la carretera de Bani Walid. Manu Brabo

He de reconocer que, pese a no ser defensor de la violencia, he comulgado con esta revolución desde sus orígenes. Con los primeros días, me asombré al ver a los chavales lanzarse a pecho descubierto contra los cuarteles de Benghazi, de Misratah, de Zwara o de Zawia… Me asombré al entender que aquellos seres humanos normales y pacíficos habían decidido que su vida no tenía ningún valor bajo la bota de un tirano; bajo 41 años de torturas, de asesinatos, de desapariciones… Por decirlo claramente, los shabbab me ganaron el corazón poniendo su vida al servicio de una sociedad mas justa, mas libre y más democrática.

Luego, una vez dentro de la Libia liberada, comencé a cabalgar con ellos hacia el frente. Fueron muchas las incursiones por el desierto hasta las líneas gaddafistas. Todo era generosidad en aquellos días en los que el valor y la nobleza de un periodista eran acreditación suficiente para estar a su lado en el frente. El rancho, la manta y un sitio junto a la hoguera (todo lo que tenían) era también nuestro, de los periodistas que queríamos acompañarlos en sus pocas victorias y en sus muchas derrotas. Nunca faltó un hueco en la pick-up a la hora de adelantar las líneas ni a la hora de replegarlas.

Pero algo ha cambiado en los últimos tiempos de la guerra. Hoy nuestro trabajo encuentra más zancadillas que empujones y, si bien los chavales que forman la tropa siguen siendo los primeros en ofrecerte un hueco en su technical (pick up artillado) ,hoy ya no se pasa el filtro de los comandantes. El acceso a primera línea se ha transformado en un imposible solo roto por la habilidad de cada uno en eso de jugar al escondite. Hasta el momento nadie ha conseguido entrar en Bani Walid a ser testigo de la lucha encarnizada que allí llevan y, tras una semana d espera en la carretera del desierto, no parece que esto vaya a cambiar. Ni tan siquiera se nos ha permitido entrevistar a los pocos refugiados que salen de la ciudad sitiada.

Si ponemos toda la verdad encima de la mesa, he de reconocer que desde que he llegado a la Trípoli liberada he sido testigo en varias ocasiones de ciertos actos que arrojan sobras oscuras y alargadas sobre la revolución. Como periodistay como personas implicada (de forma extraña) en está revolución, no puedo hacer más que denunciarlo o por lo menos contarlo. No con el afán de desprestigiar una lucha que muchos ya han denostado reduciéndola a intereses económicos occidentales, si no con el fin de ejercer presión para que corrijan aquello que entiendo más cercano al régimen depuesto que a los objetivos de la revolución.

Todo comienza a los pocos días de tomar Trípoli. En ese momento y con la tensión por las nubes, la caza de leales gaddafistas y mercenarios del régimen desató un cacería sobre los habitantes de color de la capital libia. En aquellos primeros días, las patrullas salían de cacería por la noche y encerraban a los supuestos colaboradores en prisiones improvisadas y algún campo de futbol. Uno se quedaba un poco perplejo al ver que apenas había norteafricanos en las celdas y que casi todos los encerrados erande raza negra, independientemente de su nacionalidad. A mis ojos se había desatado una caza de brujas, en este caso brujas negras. La excusa… su supuesta pertenencia a las fuerzas mercenarias de gaddafi.

Esta actitud se confirmó días mas tarde al visitar la prisión de Jdeida. Donde aproximadamente el 80% de los prisioneros eran subsaharianos y, según las palabras de uno de los guardias “solo el 50% eran gadafistas reales”, el resto tendrían que pagar como pecadores. Por lo menos hasta que restablezca un sistema de justicia.

Especialmente recalcitrante me resulto el caso de una muchacha de 19 años que sigue retenida en esa prisión. Natural de Benghazi y de belleza excepcional, según su testimonio (que igual por inocente me lo creo), su ama le obligaba no solo a acostarse con gente cercana al régimen, si no además la forzaba a usar sus encantos entre los jóvenes rebeldes tripolitanos para elaborar una lista de disidentes, muchos e los cuales ya no lo pueden contar. Esta joven Matahari de régimen, siempre según su testimonio, nunca comulgó con el régimen, pero ya se sabe lo que pasa cuando las amenazas de muerta penden sobre uno y su familia. El mismo guardia, me aseguraba que el la creía, pero que qué podían hacer. Todo será cuestión de tiempo, pero tampoco se ve mucho interés por solucionar este tipo de desaguisados.

Con estas actitudes difíciles de esconder, el último informe Amnistía Internacional, no ha dudado en calificar determinadas actitudes de los rebeldes como “crímenes contra los derechos humano”. Añadiendo la difícil tarea que el CNT tiene por delante a al hora controlar determinadas actitudes de sus guerrilleros. Y quizás sea por esto por lo que últimamente la prensa trabaja con tantas dificultades y trabas.

¿Qué quieren esconder tan fervientemente?¿De qué no podemos ser testigos? O es que acaso la intención es seguir apareciendo ante el mundo como víctimas aunque se esté ganando la guerra.

La conclusión es la misma. Ya sea por un supuestoextremo y nuevo interés por nuestra seguridad, o porque nuestras imágenes y crónicas desvelan su estrategia y posición al enemigo. Las últimas noticias que salen del frente son noticias dadas por el CNT, cuando, como y donde ellos quieren, nosotros solo hemos sido sus voceros. Así las cosas, la única diferencia en el aspecto informativo entre ambos regímenes es que ahora, por lo menos, podemos salir del Hotel Rixos

Soldados rebeldes libios vigilan la carretera de Bani Walid desde una colina. Manu Brabo




viernes, 9 de septiembre de 2011

Gargarish; manicomio a la sombra de una guerra.

Interno en una sala de aislamiento del centro. Manu Brabo

El barrio de Gargarish está pegado a la costa de Trípoli. Callesmal asfaltadas y aceras rotas –como casi todas aquí-, pero extrañamente limpio respecto a la tónicageneral de la capital libia. En el centro del barrio, en un antiguo cuartel del ejercito británico se encuentra el centro de atención psiquiátrica de la ciudad. Aquí se trata aunos 250 internos y se procura hacer seguimiento sobre muchos otros enfermos que residen fuera del hospital; hasta 1000.

Paciente en el pabellón femenino para enfermos crónicos. Manu Brabo.

El doctor Ahmed Kara, capitán de esta frágil nave, es un hombre grande de gesto alargado y ojos saltones sobre profundas ojeras. Sonrisa fácil y carcajada sonora, nada parece robar el buen humor a este psiquiatra licenciado en Gran Bretaña, ni siquiera la absoluta carencia de medios del centro o el sigiloso incremento de pacientes debido a la guerra civil que se libra aquí desde hace 6 meses. Estrés post traumático, ansiedad, esquizofrenia y depresión, son entre otras las enfermedades mentales que predominan en estos días de tiroteos y miedo en el cuerpo.

El Doctor sonríe recorriendo con la mirada a los invitados extranjeros: “Los problemas aquí no se deben solo al conflicto…”, comienza. “Esto viene de mucho antes…” Aquí, como en muchos otros lugares de mundo, los manicomios son solo cárceles para locos. En un paño caliente que oculta a los estigmatizados, a los “shij” (los poseídos por malos espíritus), a los que se quiere olvidar. Como en muchos otros lugares del mundo,aquí el problema no solo es de atención estatal, si no también de prejuicio social: una superstición.

Interno dentro de una de las salas de admisión del centro. Manu Brabo

“Falta recursos, faltan medicinas, faltas especialistas (…) ¡Estamos en la mierda hermano” Comenta con un marcado acento británico, mientras enciende un cigarrillo. “La comida se recibe de la gente del barrio y las restricciones tambiénnos están afectando”. Parece que la batalla de Trípoli afecta a todos por igual y no entiende de necesidades, ni de enfermedades.

Ahmed lleva 17 años trabajando en este centro y hasta enero de este año, cuando el gobierno subió los sueldos a todos los médicos del país, su sueldo nunca superó los 450 dinares, menos de 300 euros. Ahora su sueldo es de 1500, según el porque “…Gaddafi solo quería evitar que los médicos se levantaran también contra el.” NO o consiguió. Los fondos de los que dispone el centro, son bajos y el seguimiento a los pacientes exteriores se hace prácticamente imposible. “¿Cómo demonios vas a ir a la casa de un paciente cuando en esta ciudad casi ninguna calle tiene nombre? ¡No hay direcciones!”.


Dos enfermos en uno de los pabellones del psiquiátrico. Manu Brabo

Viéndolo ahí, sentado en su mesa sin perder la sonrisa ante tantos años e adversidad, uno no duda: sin duda, nos encontramos ante un buen hombre, ante un luchador, ante un tozudo. Bien sabe él que los tiempos que vienen serán peores, aún hay mucho que hacer después de la guerra, y este tipo de heridos, suelen quedarse aislados, marginados.“Dentro de seis meses será peor, empezarán a aparecer todos los afectados por la guerra y no daremos abasto”.

De nuevo una sonrisa a los visitantes y una frasepara despedida. “Amigo, no esperamos que la cosa mejore, pero tenemos que avanzar siendo lo que somos”

Internos en el pabellón de enfermos crónicos. Manu Brabo

jueves, 8 de septiembre de 2011

Libia, libia...

Aviso a navegantes: el texto tiene unos cuantos días. Lo cuelgo con retraso porque no todo va a ser trabajar en esta vida :P

Tripoli vuelve a la calma. Un hombre bañándose en un dique en ruinas en la costa de la capital libia. MANU BRABO

La carretera que lleva a la frontera de Raj Ajdir no ha cambiado nada desde que aterricé aquí en febrero, menos aún desde que la abandonara (supuestamente escarmentado) el día 19 de mayo. Las mismas líneas de pinos a ambos lados de la carretera, la misma arena, los mismos campos de refugiados que anuncian la dureza de un conflicto que, seis meses después, parece estar llegando a su fin.

Cruzo la frontera lleno de incógnitas. Propias. sí, pero sobretodo ajenas. ¿Còmo es esa Libia libre de la que hablan? ¿Cómo se están organizando, dónde están los leales a Muanmar? Pero, sobre todo, me pregunto por la vida de “Homsa”, de Jaliffa, de Mahmoud, de Jamal… y de otros tantos compañeros de celdas y prisiones que hicieron de mi cautiverio algo más llevadero. O, como diría el Lichi, de La Cabra Mecánica, “más amable, más humano, menos raro”.

El puesto de control fronterizo libio está custodiado por jóvenes shabbab, todos con banderas rebeldes atadas al cuello. Desgastadas armas colgando al hombro y el gesto agrietado tras 6 meses de continuas batallas desde las montañas de Nalut. Son gente dura esta de las alturas libias: jóvenes bereberes curtidos al calor de este árido país. Hombres ya endurecidos a base de insistir en la derrota. Aunque parece que la guerra toca a su fin, son muchos los compañeros y familiares caídos en ese espacio geográfico que separa Nafusa de la costa.

El transporte, como en aquellos días en el frente este, sigue corriendo a cuenta de la revolución. Y aunque voy realmente protegido por un pequeño grupo de rebeldes, no puedo parar de otear el terreno a derecha e izquierda, adelante o atrás en busca de alguna señal que me diga si tengo, o no, que saltar del coche como un gamo, agachar la cabeza o simplemente rezar como alguna otra vez. Yusuff, el conductor de mi transporte, me mira asombrado. “Every thing its allright. This is a safe area”. Sus palabras no me tranquilizan. Solo la entrada en Zwara y las numerosas banderas rebeldes que se ven en los balcones hace descender mi ritmo de Marlboros.

Zwara es la capital bereber de Libia. Aquí también se levantaron en armas el día 17 de febrero. Pero fueron reprimidos con dureza, quizás mas que en otros sitios, pues las tribus amazig son históricamente hostiles al régimen. La ciudad fue liberada días más tarde que Trípòli, pero aquí aún no ha aparecido el gran circo mediático. De hecho, somos el primer grupo de periodistas que decide acampar en esta localidad que pilla lejos de los focos de las cámaras. Unos, por no viajar de noche hasta Trípoli. Yo, porque quiero buscar a Jamal: zwarino, compañero, líder natural de nuestra celda y mi principal protector durante aquellos días a la sombra.

Mi primer objetivo es encontrar el centro de prensa, donde una decena de jóvenes se afana duramente para tener todo listo: ordenadores, impresoras, cables, acreditaciones, diseños, panfletos. “La verdadera revolución empieza a Ahora”, comenta Ayoof, de 23 años, que dejó las armas el mismo día que cayó Zwara para dedicarse a organizar esos pequeños proyectos con los que reconstruirán la sociedad y la cultura Libia.

Interpelo a uno de los jóvenes rebeldes del centro de prensa y le pregunto por Jamal, con nombre y apellidos. “Si vuelves a Libia, ven a Zwara y pregunta por mi. Todo el mundo me conoce allí”, me dijo mi compañero de prisión desde dentro de la celda, mientras yo caminaba por el pasillo de la cárcel, camino ya de la que sería mi último lugar de encierro. No tardan en localizarlo. Al cabo de 10 minutos, una furgoneta Nissan, color verde y con las lunas tiroteadas o volatilizadas, entra en el aparcamiento. Desde la segunda planta del edificio, donde los rebeldes nos han alojado temporalmente, veo descender a Jamal, Kalashnikov en mano y con algún kilo de más. Bajo las escaleras a toda la velocidad que lo permiten mis piernas, salgo al patio y abrazo a ese hombre como si fuera un hermano. Atrás quedan las continuas interrogaciones y las angustias por su vida, por su salud, por todo. Ahora soy libre casi del todo y pienso que, tan solo por esto, merece la pena haberme enfrentado a no se qué miedos que parecían agarrotarme a la hora de volver a este país.

La tarde se pasa volando. Son muchos los cafés, las pastas y los cigarros que fumamos en casa de Jamal. Salvo su mujer e hijas, todos los demás son combatientes. Primos, hermanos, cuñados… los kalashnikov se agolpan en la entrada del salón, junto a los zapatos y, como en aquellos días de Jdeida, todos están sentados sobre la alfombra o de costado apoyando el codo sobre un cojín. Las historias se desgranan poco a poco. Sus viajes a la “makhama” (juzgado), sus 70 días de presidio, la vuelta a casa y el regreso a las armas. También su papel y el de su familia en la liberación de Zwara y la preocupación por un futuro incierto, lejos del rol de prisionero y combatiente, al que ya se ha acostumbrado. Son las dos de la madrugada y la charla toca a su fin. Con las primeras luces agarraremos la ruta a Trípoli. Aún hay compañeros que encontrar y viejas celdas y prisiones que visitar.

Mi llegada al Hotel Corintia, donde se alojan los periodistas es un mar de abrazos. Ricardo, Guillem, Pradilla, Mariajo, Félix y un largo etc de compañeros que me acompañaron en mis días en Benghazi. Pero, sobre todos, James Foley, periodista del Global Post, y compañero de odisea desde que aquel día cabrón cerca de la universidad de Brega. Otro abrazo, el décimo noveno, y otros más que se suceden mientras hablamos de lo humano y lo divino, de nuestras familias –unidas de un modo extraño desde entonces-, de lo bien que sienta pasear por la capital de Libia en libertad y de otros compañeros que, por desgracia, han visto estos 6 meses de guerra tras de los barrotes de una celda. Un pasito menos: el circulo ya casi se cierra.

Esa misma tarde, sin perder más tiempo, salimos los dos en un taxi hacia la prisión de Jdeida. El camino es silencioso y tanto Foley como yo vivimos en silencio todas esas emociones que se acumulan en la boca del estómago. Cruzamos por aquellas calles y avenidas que solíamos recorrer en el transporte de presos hacia el juzgado. Recuerdo los grilletes en los tobillos apretando, el cigarro compartido con el preso al que estaba encadenado y la mente intentando distraerse con aquel paisaje urbano del que ya solo queda el recuerdo. Ahora los escombros, la basura, los coches quemados a lo largo de la ruta y los innumerables check points, hacen este paisaje irreconocible. Tripoli libre, si. Pero a un alto precio. Con esa idea en la cabeza el taxi frena delante de la puerta principal.

Un grupo de shabbab armados y dos “technical” custodian la puerta de la vieja prisión, más hecha polvo que el día que la abandoné. Los agujeros de las balas en los muros, el hollín negro de las celdas incendiadas remarcando el exterior de las ventanas, las pintadas con aerosol en los muros exteriores… todo indica que la liberación no fue fácil. Sigo dándole vueltas a la cabeza mientras Jim le cuenta nuestra historia al responsable civil que hay en la puerta a ver si conseguimos acceder al interior. Nuestra historia no conmueve al hombre que, tras informarnos de que ahora es una cárcel para prisioneros de guerra, nos facilita el teléfono del responsable de prisiones. Parece que nuestra visita tendrá que ser más tarde, cualquier otro día. Quizás cuando venga Clare.

Ahora toca pasar página y volver a trabajar. Que a eso hemos venido.