Casi todo el mundo ha leído o escuchado hablar de la ciudad de Hebrón en algún momento de sus vidas. Quizás la mayoría no lo recuerde pero, si buscan en cualquier hemeroteca, en seguida lo relacionarán con las dos intifadas palestinas y con la violencia en oriente medio en general. Ahora, con los últimos bombardeos de Gaza y las elecciones de la semana pasada en Israel, vive como todo el West Bank sumergida en el más profundo de los olvidos mediáticos. Solo un pobre artículo, aparecido en el diario “El Mundo” la semana pasada, ha sobrevolado la especialmente tensa situación que se vive en esta ciudad desde hace años. Menos da una piedra.
Al-jalil (me van a permitir que la llame por su nombre árabe) es a simple vista una ciudad caótica, alborotada y sucia como cualquier otra de Cisjordania. Con un centro moderno, desordenado y salpicado por innumerables comercios de ropa y puestos ambulantes con casi todo lo que imaginen, guarda en su interior -casi escondida a los ojos ingenuos del viajero- una de las medinas con más historia y, a su vez, uno de los conflictos que late con más fuerza a este lado del muro. No en vano aquí, en la ciudad vieja, se encuentra el único asentamiento sionista urbano de la vieja y destartalada Cisjordania.
Las calles de acceso a la ciudad vieja son una amalgama de edificios destartalados a ambos lados de una calle de adoquines rotos. Una vieja gasolinera pintada de hollín y reventada por, vaya usted a saber qué incursión, nos da la bienvenida a una medina que hace mucho tiempo ya que perdió ese característico bullicio de los mercados árabes. Sobre las azoteas más estratégicas, puede verse a los tiradores israelíes, hoy dentro de sus casetas. Pues, en esta mañana de febrero, el frío y la lluvia sacuden sin tregua a Hebrón y Al-jalil: a los unos y a los otros
Seguimos callejeando en dirección al asentamiento -aún en zona árabe- y sobre nosotros comienza a extenderse una reja que los pocos comerciantes árabes que quedan en la zona han colocado para evitar las agresiones de los colonos que, en un intento por dificultar la vida de esta gente, arrojan todo tipo de cosas (de botellas hasta excrementos) desde los pisos superiores. Unos cientos de metros después se accede al asentamiento por uno de los 101 un check points que hay dentro de esta ciudad. Allí, después de interrogarnos por activa y por pasiva sobre nuestras intenciones, nuestra religión, lugar de procedencia y demás mandangas, comienza un paseo desolador por lo que pareciera -de no ser por las patrullas, los blindados y los controles- una ciudad fantasma, tierra de nadie, el mismísimo gueto de Varsovia en pleno apogeo.
A ambos lados de la carretera principal los edificios aún lucen estucado de ametralladoras. Los balcones caídos y los carteles oxidados hablan de un tiempo lleno de vida que ya no existe ni en el recuerdo de los más viejos: solo en nuestra imaginación. Cada una de las puertas de los antiguos comercios, cerradas a cal y canto, lucen estrellas de David pintadas con aerosol como si algún desmemoriado hubiera olvidado “la noche de los cristales rotos”. Los cruces de las calles que conectan con el lado árabe han sido tapiadas y remachadas con varias hileras de alambre de espino y las banderas israelíes -idolatrados símbolos del sueño sionista- aletean hechas jirones bajo un cielo plomizo que parece no querer iluminar este pequeño infierno en tierra santa.
Pocos son los árabes que se adentran por aquí, y el que pasa lo hace discretamente, sin levantar la cabeza y por pura necesidad. Lo normal es rodear el asentamiento y ahorrase los humillantes controles de seguridad. Cuando hay que ir a la mezquita o a enterrar a sus muertos -pues también les han arrebatado el cementerio- se suele hacer en silencio y sin llamar mucho la atención. Digamos que, en estas tierras, cualquier agresión colona se considera defensa propia. No es raro encontrarse a jóvenes colonos con el m16 al hombro como el que pasea al perro.
Después de un paseo no muy largo por este asentamiento en el que solamente viven unas 70 familias y un número incontable de soldados y policías; después de ver cómo los niños crecen con los soldados como compañeros de juegos; después de ver cómo absorben la violencia implícita y explícita de este macabro patio de recreo, uno llega a entender el odio y el trastorno que desarrollarán llegada su edad adulta, uno llega a entender el camino que les lleva directos al extremismo. Lo que no llegará nadie a entender nunca es por qué un padre puede querer que sus hijos crezcan en este ambiente de hastío, revancha y amargura. Por qué se puede querer esta tierra para hacer de ella un lúgubre gueto.
Fotografía: Manu Brabo
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