Puerto Principe (Haiti) 14/3/2010- El viernes se cumplieron dos meses desde que un seísmo hiciera retroceder a la sociedad haitiana al pleistoceno. Hoy es domingo y apenas son las 8 de la mañana. A mi habitación entran sigilosos los cánticos de las iglesias próximas. Guitarras y dulces coros de ángeles negros sobre vuelan Puerto Príncipe, hoy de forma más ruidosa y constante que los helicópteros de las Naciones Unidas. Escucho los cantos y me resulta tan difícil de creer en la fe que este pueblo tiene depositada en esas cosas intangibles e inefectivas como lo son dios, la ONU y la solidaridad desinteresada.
Ayer salí a caminar por Puerto Principe. En uno de los laterales del Palais National, cerquita del descompuesto Hospital Universitario, se arremolinaba una gran numero de haitianos, algunos frenéticos y otros más calmados, entre el tumulto pude distinguir el uniforme de algún marine y sus voces anglófonas tratando de poner orden y de mantener a raya a todos aquellos que, con las mejores intenciones, trataban de acercarse al último edificio desplomado. Uno de tantos y el sepulturero de las últimas cuatro vidas causadas por el seísmo.
Y es que son muchos, cientos de miles, los haitianos que han decidido empezar a reciclar todo aquello que es útil de los edificios destruidos: bigas, ladrillos, picaportes...lo que sea. La total ausencia de materiales de construcción y las condiciones en las que viven unos 600.000 haitianos, unidas a la cercanía de la estación de lluvias, hacen que la gente se ponga manos a la obra, sin medir ni reparar en ninguna seguridad ,para intentar sacar algo de provecho de este enorme campo de sal, de esta tierra quemada.
“Muchas veces, sabemos que nos jugamos la vida, pero esperar a las lluvias hacinados en una tienda de campaña es mucho más peligroso” afirma Henry, uno de tantos y tantos haitianos que se pasa las horas de luz reciclando sobre los escombros.
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